miércoles, 5 de junio de 2013

En un palacio al lado del mar

Fue unos meses después de mi primera milonga en Buenos Aires, tiempo durante el que tomé clases grupales y no asistí a milongas, salvo las que organizaba mi profesor para sus alumnos, es decir, eran más bien prácticas que milongas. Estaba realmente muy verde, tanto, que lo poco que era capaz de hacer era el básico, perdiendo el eje completamente y encima a destiempo.

Aún así la tentación llamó a la puerta cuando me enteré que había festival internacional de tango en otra ciudad. Me enteré tarde, pero me moría de ganas de ver bailar a gente de otros lugares, de meterme en el ambiente, de vestirme de princesita y asistir a un baile, aunque fuera sin pareja. Estaba nerviosa, emocionada, como una niña que esperando al día en que vienen los Reyes Magos y le dejan regalos por lo buena que ha sido: asistir a esa milonga iba a ser como mi regalo por todos esos meses de clases con largas explicaciones en mis tardes de domingo, aguantando pisotones, abrazos que parecían estrangulamientos y muchos intentos por hacer algún ocho en pareja cuando tenía la suerte de tener a un chico disponible para ello.

La milonga era en un palacio al lado de mar, mirándolo, cantándole tangos al oido. Un lugar precioso, con suelo de madera y olores a otros tiempos. La magia que producían mis emociones hacía que mi sonrisa precediera a cada momento, y allí estaba yo, intentando que esos pies que ya bailaban solos, con sus uñas pintaditas de rojo, calzaran mis preciosas sandalias verdes.

Junté las rodillas, coloqué las manos sobre ellas y abrí los ojos para no perderme nada, con esa sonrisa que parecía que no iba a borrarse nunca. Y entonces llegó la primera invitación. Alguien preguntó: "¿bailas?". Me levanté como un rayo de la silla, tan demasiado apresuradamente que hasta el hombre que me invitó se asustó un poco. A veces desearía no ser como una niña, tan emotiva, pero a veces no puedo evitarlo: es mi forma de vivir intensamente cada momento. Aunque he de reconocer que a día de hoy voy ya controlando mis impulsos, canalizando mis emociones y también mi energía... creo que a eso se le llama madurez.

Mis emociones casi no tuvieron tiempo de asentarse. Apenas terminó el primer tango, que ya había comenzado cuando él me invitó a bailar, se arrepintió y me acompañó a mi silla. Yo estaba contentísima ya que por entonces ni siquiera sabía que no era un bonito gesto que te sentaran sin terminar la tanda. Los ignorantes son los más felices, doy fe. Acto seguido se dirigió a mi amiga, sentada junto a mí, y le pregunto: "¿tú bailas como tu amiga?" y ella le contestó con una sonrisa espléndida de oreja a oreja "siii! casi: ella empezó dos meses antes que yo a bailar...". Y no terminó la frase, el tipo se dio media vuelta y se fué. Mi sonrisa se apagó como una vela al comprender, mi ilusión se evaporó hacia el mar.

Quizás dos copas de vino ayudarían a templar mis emociones, calmarlas. Tras tomarlas regresé a mi silla. Decidí que la noche iba a ser inolvidable a pesar de todo: observaría bailar a otras parejas, imagináría que yo era una de esas chicas que bailaban como ángeles. Y pensándo en ángeles yo estaba cuando del cielo bajó uno, me sonrió, y me extendió la mano para invitarme a bailar. Lo miré, le di las gracias y le dije que apenas sabía bailar. Él me dijo que no importaba, y de nuevo me extendió la mano. Unos minutos después estaba caminando por la pista, envuelta en un increible abrazo, disfrutando de la música y de un estupendo bailarín que no paraba de sonreir. No me dejó tras el primer tango, ni tras el segundo y me hizo experimentar por primera vez ese placer indescriptible que te producen algunos momentos, ese que se siente cuando el tango engacha tu alma.

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