viernes, 4 de noviembre de 2016

Gracias a tres mujeres

Os quiero hablar de un sertir, de una ruptura de la autocrítica sin sentido que muchas mujeres tenemos hacia nosotras mismas. Solemos ser con nosotras mismas el juez más cruel que existe, mucho más de lo que jamás lo seríamos con los demás. Yo fui consciente de ello hace bastantes años, cuando alguien me sugirió que, estando a solas, me mirara al espejo y dijera en voz alta lo que veía: se trababa de un ejercicio para aumentar la autoestima. En mi caso fue más que eso, ya que recuerdo que cuando lo hice, mis palabras habían sido secuestradas por mis emociones y solo fui capaz de echarme a llorar.

Durante la adolescencia nacen montones de complejos que solo con el tiempo, cuando vamos madurando dejan de tener importancia. Es entonces cuando las mujeres aprendemos a aceptar que no somos perfectas y que ni falta que hace, ya que lo hermoso de una mujer no se ve, está dentro, se siente. Es ese momento en el que lo realmente importante empieza a tener el lugar que le corresponde en la escala de valores, cuando aprendemos a aceptar, a dejar ir, a poner límites y todo aquello que nos hace personas felices.

Fue en esa etapa, la adolescencia, cuando uno de esos complejos me hizo llorar frente al espejo en más de una ocasión: mis piernas. Me acuerdo que las veía deformes, con excesiva forma en los gemelos, y me veía horrible. Me encantaban las botas altas pero no me favorecían, y además, la mayoría de ellas ni siquiera me entraban. Tampoco me gustaba calzar zapatos porque hacían que mis finos tobillos desentonaran mucho con mis piernas nada finas, no porque hiciera mucho deporte aunque lo practicara, sino más bien por genética.

Los años pasaron e interiormente fui creciendo como toda mujer, derribando complejos, sintiéndome a gusto conmigo misma, imperfecta y perfecta a la vez, como todas y todos, feliz. Fue entre milongas que el tema de mis piernas salió a relucir de nuevo por primera vez, cuando una milonguera me comentó que le encantaban mis piernas. Lo tome como un comentario agradable de una amiga que quiere ser amable, o que quizás exprese en forma de halago un complejo que ella misma tenía. Le di las gracias con cariño y la historia quedó ahí, sin más, olvidada en el tiempo.

Unos años después, estaba en un festival de tango y conocí a una mujer española que vive en el sur de Francia. Ella, tras bailar yo un par de tandas y encontrarnos  en la barra del bar de la milonga, me relató una conversación que había tenido con un hombre. Ellos dos en su cháchara habían decidido que yo tenía las piernas más bonitas de esa milonga. Ella, como mujer, me explicó que sentía el deber de decírmelo, porque según ella, las cosas buenas hay que compartirlas. Sinceramente, me quedé perpleja y ni me acuerdo qué respondí... supongo que le di las gracias.

Y luego hubo episodio más relacionado con mis piernas hace apenas unas semanas. Fui a un workshop de una clase de baile que no era tango, y una señora, que acudió a la clase y que no conocía, me hizo un brusco comentario bromeando, aludiendo a lo que ella haría si fuera un hombre y viera mis piernas. Creo que me quedé tan sorprendida por lo que dijo como por cómo lo hizo, y creo que ni reaccioné. Ella entonces quiso aclarar la situación y tras informar de que no era lesbiana, mientras me daba unas palmaditas en la espalda, me dijo que en su opinión yo tenía unas piernas muy bonitas.

¡Qué cosas tiene la vida! Lo que un día fue un complejo que me afectaba tanto, para otras personas es algo bonito, así que definitivamente es cierto que solemos ser los jueces más crueles cuando se trata de nuestra propia persona. Recordar las palabras de estas tres mujeres ahora me hace sonreír, me miro en el espejo, y por primera vez veo unas piernas bonitas. Así que, me lean o no, me gustaría dar las gracias a ellas tres en especial... pero también al resto de mujeres que son como ellas.

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